Parece que la historia es harto conocida. Hace poco menos de ochenta años existió una máquina de hacer llover. Cuenta la leyenda que un tal Baigorri inventó hacia fines de la década del ‘30 un aparato del tamaño de una televisión mediana, con dos antenas, cargado con reactivos químicos y que conectado a una batería podía provocar fuertes tormentas o leves lloviznas.
El curioso dato me sorprendió, al principio no creí que tal máquina fuera posible y pensé que seguramente consistía en un mito difícil de comprobar. Pero después, cuando descubrí que el invento había sido testeado dando los resultados esperados en lugares donde ya había sido olvidado el olor de la lluvia, me invadieron el miedo y una horrible sensación de desamparo. Pensé que si existió (o existe todavía, quien sabe) una máquina de hacer llover, entonces también puede existir una máquina del sol y de la luna, por eso algunos días nos parecen tan cortos y algunas noches tan largas. Y calculé que del mismo modo pudo haber sido cierto que el flaco Sanabria y su amigo armaran la máquina del bien y del mal poniéndole una válvula aquí y un buje más allá.
Me preocupé al considerar que igualmente puede existir una máquina de hacer ladrar perros y cacarear gallinas, y que cuando nosotros pensamos que es a causa del calor que se secan los girasoles en realidad es que un aparato se acaba de encender. Y también cuando creemos que la gravedad hace que las tostadas caigan del lado de la mermelada, hay detrás una máquina culpable. Y que no hay razón ni botánica que explique que las flores nazcan en primavera y los árboles se desplumen en otoño, que las margaritas tengan un corazón amarillo y que los tomates sean redondos.
Me desesperé y pensé que entonces nada es casual o todo es irreal y que no existe el azar ni el destino y que la libertad es una vil falacia y que el mundo está gobernado por máquinas y seres que mueven palancas, oprimen botones y combinan sustancias y que nadie puede decidir a dónde ir ni con qué soñar. Y que entonces no somos más que tristes marionetas entregadas al arbitrio de titiriteros desquiciados y rufianes.
Y después tomé un vaso de agua, inhalé por la nariz y exhalé por la boca, me serené y me di cuenta que jamás podría hallarse en el mundo una cosa semejante.
Escribiendo pequeñas historias
viernes, 14 de enero de 2011
jueves, 13 de enero de 2011
Invasión
No sé en qué momento se le ocurrió entrar por la ventana. No me di cuenta porque él no hizo ruido y porque yo no podía despegar mis ojos de un libro de Jorge Luis. Debe haber sido el calor, el miedo o la curiosidad lo que lo hizo meterse por allí que es por donde entran los ladrones y los amantes.
No sé cuánto tiempo estuvo ahí mirándome, burlándose de mí, esperando alguna loca reacción. Debe haber sido un largo rato o debe haberse movido muy rápido porque cuando lo vi estaba ya muy lejos de la ventana.
No me asusté al descubrirlo y él tampoco se movilizó. Más bien se quedó paralizado esperando quizás el momento de atacar. Yo lo examiné, recorrí su cuerpecito tan distinto al mío y concluí que tenía que irse, que de ningún modo podíamos convivir en la misma habitación. Me pareció que no era necesario matarlo, que tenía que haber alguna manera de que se fuera sin hacer alborotos ni llegar a esos extremos de los que no se puede volver.
Pensé en buscar ayuda pero temí parecer infantil o ridícula y me aseguré que yo podría hacerlo sin refuerzos. Él seguía ahí inmóvil y yo no quería sacarle los ojos de encima. No sé qué pensaría él ni si en realidad estaba pensando algo o simplemente era.
Me acerqué para mirarlo y cuando se movió, me asusté y eché la cabeza para atrás. Me sentí tan torpe porque era innegable que él tenía más miedo que yo. Comenzó a correr por la habitación y creo que llegó a dar una vuelta entera mientras yo parada en el medio lo miraba sin atinar a reaccionar.
El espectáculo se estaba tornando bochornoso y me subí a una silla. Estiré mi brazo, mi mano, mis dedos, mis uñas para alcanzarlo. Él se quiso pegar al techo para complicarme las cosas. Movió sus finas antenas y en un momento amenazó con desplegar sus alas. Salté lo más alto que pude, por un segundo lo rocé y creí que lo tenía en mi mano, pero mis pies no encontraron la silla y desde el suelo, con los ojos todavía abiertos y un hilito de sangre que brotaba de entre mis labios, lo vi soltar una carcajada y escaparse volando por la ventana.
No sé cuánto tiempo estuvo ahí mirándome, burlándose de mí, esperando alguna loca reacción. Debe haber sido un largo rato o debe haberse movido muy rápido porque cuando lo vi estaba ya muy lejos de la ventana.
No me asusté al descubrirlo y él tampoco se movilizó. Más bien se quedó paralizado esperando quizás el momento de atacar. Yo lo examiné, recorrí su cuerpecito tan distinto al mío y concluí que tenía que irse, que de ningún modo podíamos convivir en la misma habitación. Me pareció que no era necesario matarlo, que tenía que haber alguna manera de que se fuera sin hacer alborotos ni llegar a esos extremos de los que no se puede volver.
Pensé en buscar ayuda pero temí parecer infantil o ridícula y me aseguré que yo podría hacerlo sin refuerzos. Él seguía ahí inmóvil y yo no quería sacarle los ojos de encima. No sé qué pensaría él ni si en realidad estaba pensando algo o simplemente era.
Me acerqué para mirarlo y cuando se movió, me asusté y eché la cabeza para atrás. Me sentí tan torpe porque era innegable que él tenía más miedo que yo. Comenzó a correr por la habitación y creo que llegó a dar una vuelta entera mientras yo parada en el medio lo miraba sin atinar a reaccionar.
El espectáculo se estaba tornando bochornoso y me subí a una silla. Estiré mi brazo, mi mano, mis dedos, mis uñas para alcanzarlo. Él se quiso pegar al techo para complicarme las cosas. Movió sus finas antenas y en un momento amenazó con desplegar sus alas. Salté lo más alto que pude, por un segundo lo rocé y creí que lo tenía en mi mano, pero mis pies no encontraron la silla y desde el suelo, con los ojos todavía abiertos y un hilito de sangre que brotaba de entre mis labios, lo vi soltar una carcajada y escaparse volando por la ventana.
miércoles, 12 de enero de 2011
Malos hábitos
Tenía el hábito de fumar un cigarrillo después de cenar y los otros diecinueve a lo largo del día. No fumaba cualquier marca ni de cualquier manera. Los prendía con el encendedor de plata que su abuelo le había regalado a los doce años cuando ya era tiempo de hacerse hombre. Le gustaba dar largas pitadas y combinarlos con caramelos de menta o naranja.
Tenía el hábito de tomar vino con las comidas porque el médico le había asegurado que un vaso era bueno para el corazón. Aunque a veces un solo vaso era demasiado poco para él.
Tenía el hábito de caminar los viernes a la noche por Florida y Lavalle, entrar a un cine, ver una película en blanco y negro y volver a casa para soñar con hermosas mujeres y jardines de rosas rojas.
Tenía el hábito de ponerse sombrero y corbata los sábados por la tarde e ir a visitar a Susi al departamento de la calle Godoy Cruz. Ella lo esperaba con un vaso de whisky barato con hielo y el mismo deshabillé rosado. Él se sacaba el sombrero, lo colgaba en el respaldo de la silla y se acostaba en la cama, esperando caricias sin reproches.
Tenía el hábito de pararse en una esquina y ver pasar las horas, contar los coches viejos, las madres que empujaban carritos con bebés o verduras, los viejos sin bastón, los hombres con maletín y los niños caprichosos.
Pero nunca tuvo el hábito de caminar por las vías del tren, arrastrar los pies entre las piedras, mantener los ojos abiertos y decididos, mirar de frente a la locomotora, escuchar el grito de una bocina larga y esperar casi sonriendo ese segundo final.
Tenía el hábito de tomar vino con las comidas porque el médico le había asegurado que un vaso era bueno para el corazón. Aunque a veces un solo vaso era demasiado poco para él.
Tenía el hábito de caminar los viernes a la noche por Florida y Lavalle, entrar a un cine, ver una película en blanco y negro y volver a casa para soñar con hermosas mujeres y jardines de rosas rojas.
Tenía el hábito de ponerse sombrero y corbata los sábados por la tarde e ir a visitar a Susi al departamento de la calle Godoy Cruz. Ella lo esperaba con un vaso de whisky barato con hielo y el mismo deshabillé rosado. Él se sacaba el sombrero, lo colgaba en el respaldo de la silla y se acostaba en la cama, esperando caricias sin reproches.
Tenía el hábito de pararse en una esquina y ver pasar las horas, contar los coches viejos, las madres que empujaban carritos con bebés o verduras, los viejos sin bastón, los hombres con maletín y los niños caprichosos.
Pero nunca tuvo el hábito de caminar por las vías del tren, arrastrar los pies entre las piedras, mantener los ojos abiertos y decididos, mirar de frente a la locomotora, escuchar el grito de una bocina larga y esperar casi sonriendo ese segundo final.
martes, 11 de enero de 2011
Vacaciones
El viaje terminó. Tres horas cuarenta minutos la separaban de su casa. Julia se bajó del micro con la felicidad del inicio de unas cortas y merecidas vacaciones, con la ansiedad de conocer el lugar, la gente y los olores, con el deseo de descanso y de tranquilidad. La capital se alborota tanto durante las fiestas de Navidad y fin de año que nada mejor que alejarse unos días del ruido y las prisas.
Julia buscó su mochila, un mapa y un taxi que la llevara hasta el hotel. La terminal de ómnibus estaba enclavada en el medio del campo, verde para un lado y para el otro. Julia respiró profundo el aire puro, miró el cielo despejado y se puso los anteojos. El sol brillaba demasiado. El auto no tenía aire acondicionado ni estaba limpio, pero a Julia no le importó, bajó la ventanilla y empezó a descubrir el lugar. Era todo tan distinto a su ciudad. Las casas bajas, todas iguales pegadas una a la otra, las paredes descascaradas, las puertas de madera opacas y despintadas por el sol. El coche hacía ruido y el chofer no miraba a los lados en las esquinas, cruzaba con la seguridad de que no había más autos en el mundo que el suyo. Julia se levantó los anteojos de sol y contó tres perros en cada calle, sucios, hambrientos y vagando entre los adoquines. En todas las cuadras había en las puertas de las casas gente sentada en sillas o reposeras conversando o mirando simplemente hacia el infinito. Mujeres grandes de cuerpo y de edad vestidas con batones floreados cebaban mate a sus viejos compañeros, flacuchentos y desdentados. Unos pocos niños jugaban en la vereda o andaban en bicicleta.
El calor estaba empezando a hacerla transpirar y su piel se pegaba al asiento. Por fin llegaron al hotel que se parecía tanto a esas casas viejas y descuidadas que había visto desde la ventana del auto. Diez pesos el viaje, mucho más barato que cualquier taxi en su ciudad.
Abrió la puerta de la habitación y con su mano izquierda todavía en la manija movió la derecha despacio, tanteando en la oscuridad hasta encontrar la perilla de la luz. Apretó y sin moverse echó un lento vistazo a la pieza. Era todo lo que a esta altura esperaba encontrar. Una cama desvencijada sobre una alfombra manchada, una silla vieja, un armario sin estantes, un ventilador de techo y un cuadrito con el dibujo de una playa en el 1800.
Julia no se desanimó. Después de todo no iba a pasar sus horas en el hotel, sino paseando y disfrutando de las distracciones que el lugar tenía para ofrecerle. Había ido a un pueblo del interior en busca de paz y no podía decirse que no había de encontrarla allí.
Decidió que lo mejor era salir a dar un paseo por los alrededores, pero no halló mucho más que lo que había visto en el trayecto de la estación de micros al hotel. Algunos perros solitarios la acompañaron en el camino. Se topó con una feria de artesanías baratas, una plaza y una iglesia maltratada por el paso del tiempo y la falta de cuidado.
Los días pasaron entre los mates a la orilla del río, los mosquitos, el calor agotador a la hora de la siesta, algunos libros y la soledad que Julia buscaba y que odió encontrar así, tan de prisa y tan desoladoramente triste.
El micro de regreso salía a la ocho de la noche. La entrada a Retiro llegó a las once y media y con ella la felicidad de estar de vuelta en Buenos Aires, con los empujones para subir al subte, las filas del supermercado, la locura, el ruido y las prisas. Subió al colectivo y recorrió la majestuosa ciudad que parece tan imponente y avasallante cuando se vuelve del interior. Julia sonrió y pensó que no había nada mejor que estar de vuelta en casa.
Julia buscó su mochila, un mapa y un taxi que la llevara hasta el hotel. La terminal de ómnibus estaba enclavada en el medio del campo, verde para un lado y para el otro. Julia respiró profundo el aire puro, miró el cielo despejado y se puso los anteojos. El sol brillaba demasiado. El auto no tenía aire acondicionado ni estaba limpio, pero a Julia no le importó, bajó la ventanilla y empezó a descubrir el lugar. Era todo tan distinto a su ciudad. Las casas bajas, todas iguales pegadas una a la otra, las paredes descascaradas, las puertas de madera opacas y despintadas por el sol. El coche hacía ruido y el chofer no miraba a los lados en las esquinas, cruzaba con la seguridad de que no había más autos en el mundo que el suyo. Julia se levantó los anteojos de sol y contó tres perros en cada calle, sucios, hambrientos y vagando entre los adoquines. En todas las cuadras había en las puertas de las casas gente sentada en sillas o reposeras conversando o mirando simplemente hacia el infinito. Mujeres grandes de cuerpo y de edad vestidas con batones floreados cebaban mate a sus viejos compañeros, flacuchentos y desdentados. Unos pocos niños jugaban en la vereda o andaban en bicicleta.
El calor estaba empezando a hacerla transpirar y su piel se pegaba al asiento. Por fin llegaron al hotel que se parecía tanto a esas casas viejas y descuidadas que había visto desde la ventana del auto. Diez pesos el viaje, mucho más barato que cualquier taxi en su ciudad.
Abrió la puerta de la habitación y con su mano izquierda todavía en la manija movió la derecha despacio, tanteando en la oscuridad hasta encontrar la perilla de la luz. Apretó y sin moverse echó un lento vistazo a la pieza. Era todo lo que a esta altura esperaba encontrar. Una cama desvencijada sobre una alfombra manchada, una silla vieja, un armario sin estantes, un ventilador de techo y un cuadrito con el dibujo de una playa en el 1800.
Julia no se desanimó. Después de todo no iba a pasar sus horas en el hotel, sino paseando y disfrutando de las distracciones que el lugar tenía para ofrecerle. Había ido a un pueblo del interior en busca de paz y no podía decirse que no había de encontrarla allí.
Decidió que lo mejor era salir a dar un paseo por los alrededores, pero no halló mucho más que lo que había visto en el trayecto de la estación de micros al hotel. Algunos perros solitarios la acompañaron en el camino. Se topó con una feria de artesanías baratas, una plaza y una iglesia maltratada por el paso del tiempo y la falta de cuidado.
Los días pasaron entre los mates a la orilla del río, los mosquitos, el calor agotador a la hora de la siesta, algunos libros y la soledad que Julia buscaba y que odió encontrar así, tan de prisa y tan desoladoramente triste.
El micro de regreso salía a la ocho de la noche. La entrada a Retiro llegó a las once y media y con ella la felicidad de estar de vuelta en Buenos Aires, con los empujones para subir al subte, las filas del supermercado, la locura, el ruido y las prisas. Subió al colectivo y recorrió la majestuosa ciudad que parece tan imponente y avasallante cuando se vuelve del interior. Julia sonrió y pensó que no había nada mejor que estar de vuelta en casa.
lunes, 10 de enero de 2011
Enredos
Natalio está enamorado de Manuel. Eso es así, tan definitivo, tan certero, que no hay nada que yo pueda hacer. Y a veces me da bronca. Me molesta que sea así y que no pueda hacer nada. Lo llamo por teléfono y Natalio no hace otra cosa que hablarme de Manuel, de lo lindo que es, de lo que hicieron hoy, de lo feliz que lo hace estar con él. Es evidente, Natalio lo ama. Pero no estoy tan segura de que Manuel sienta lo mismo por él. Manuel es ambiguo, parece que le da lo mismo estar con Natalio que con Clarita. Y Clarita también lo quiere, lo busca. Clarita es tan linda, tan blanca, tan chiquita, tan decidida cuando se acerca a Manuel, pero tan miedosa con Natalio. Manuel se divierte con Clarita. Y a mí me gusta verlos juntos, hacen una linda pareja, casi perfecta. Pero en el medio Natalio, que se empecina en demostrar que Manuel lo quiere a él y a nadie más. Y yo, que basta de hablarme de Manuel todo el tiempo, que no me interesa, que no me importa Natalio, terminala.
Pero cuando los veo juntos, a Natalio y a Manuel, cuando los veo mirarse, con los ojos clavados el uno en el otro, cuando lo veo a Natalio acariciarlo, quererlo, me da tanta envidia porque yo nunca tuve un amor así, tan puro, tan sincero, porque me gustaría y no me dejan tenerlo. Pero reconozco que cuando lo veo a Manuel me saca una sonrisa, un poco me gusta, pero ni loca se lo digo a Natalio, no vaya a ser que se dé cuenta de que a mí también me gusta Manuel. Reconocer que Manuel se hace querer, que dan ganas de besarlo y de acariciarlo todo el tiempo, reconocer eso, jamás. Pero un poquito me gusta, es verdad, qué le voy a hacer. Me acuerdo de la primera vez que lo vi, cuando llegó a la casa, con sus ojos verdes profundos, tan chiquito, tan débil, tan gris y negro, tan lindo gato, Manolito.
Pero cuando los veo juntos, a Natalio y a Manuel, cuando los veo mirarse, con los ojos clavados el uno en el otro, cuando lo veo a Natalio acariciarlo, quererlo, me da tanta envidia porque yo nunca tuve un amor así, tan puro, tan sincero, porque me gustaría y no me dejan tenerlo. Pero reconozco que cuando lo veo a Manuel me saca una sonrisa, un poco me gusta, pero ni loca se lo digo a Natalio, no vaya a ser que se dé cuenta de que a mí también me gusta Manuel. Reconocer que Manuel se hace querer, que dan ganas de besarlo y de acariciarlo todo el tiempo, reconocer eso, jamás. Pero un poquito me gusta, es verdad, qué le voy a hacer. Me acuerdo de la primera vez que lo vi, cuando llegó a la casa, con sus ojos verdes profundos, tan chiquito, tan débil, tan gris y negro, tan lindo gato, Manolito.
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