viernes, 14 de enero de 2011

La máquina de hacer llover

Parece que la historia es harto conocida. Hace poco menos de ochenta años existió una máquina de hacer llover. Cuenta la leyenda que un tal Baigorri inventó hacia fines de la década del ‘30 un aparato del tamaño de una televisión mediana, con dos antenas, cargado con reactivos químicos y que conectado a una batería podía provocar fuertes tormentas o leves lloviznas.

El curioso dato me sorprendió, al principio no creí que tal máquina fuera posible y pensé que seguramente consistía en un mito difícil de comprobar. Pero después, cuando descubrí que el invento había sido testeado dando los resultados esperados en lugares donde ya había sido olvidado el olor de la lluvia, me invadieron el miedo y una horrible sensación de desamparo. Pensé que si existió (o existe todavía, quien sabe) una máquina de hacer llover, entonces también puede existir una máquina del sol y de la luna, por eso algunos días nos parecen tan cortos y algunas noches tan largas. Y calculé que del mismo modo pudo haber sido cierto que el flaco Sanabria y su amigo armaran la máquina del bien y del mal poniéndole una válvula aquí y un buje más allá.

Me preocupé al considerar que igualmente puede existir una máquina de hacer ladrar perros y cacarear gallinas, y que cuando nosotros pensamos que es a causa del calor que se secan los girasoles en realidad es que un aparato se acaba de encender. Y también cuando creemos que la gravedad hace que las tostadas caigan del lado de la mermelada, hay detrás una máquina culpable. Y que no hay razón ni botánica que explique que las flores nazcan en primavera y los árboles se desplumen en otoño, que las margaritas tengan un corazón amarillo y que los tomates sean redondos.


Me desesperé y pensé que entonces nada es casual o todo es irreal y que no existe el azar ni el destino y que la libertad es una vil falacia y que el mundo está gobernado por máquinas y seres que mueven palancas, oprimen botones y combinan sustancias y que nadie puede decidir a dónde ir ni con qué soñar. Y que entonces no somos más que tristes marionetas entregadas al arbitrio de titiriteros desquiciados y rufianes.

Y después tomé un vaso de agua, inhalé por la nariz y exhalé por la boca, me serené y me di cuenta que jamás podría hallarse en el mundo una cosa semejante.

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