martes, 11 de enero de 2011

Vacaciones

El viaje terminó. Tres horas cuarenta minutos la separaban de su casa. Julia se bajó del micro con la felicidad del inicio de unas cortas y merecidas vacaciones, con la ansiedad de conocer el lugar, la gente y los olores, con el deseo de descanso y de tranquilidad. La capital se alborota tanto durante las fiestas de Navidad y fin de año que nada mejor que alejarse unos días del ruido y las prisas.

Julia buscó su mochila, un mapa y un taxi que la llevara hasta el hotel. La terminal de ómnibus estaba enclavada en el medio del campo, verde para un lado y para el otro. Julia respiró profundo el aire puro, miró el cielo despejado y se puso los anteojos. El sol brillaba demasiado. El auto no tenía aire acondicionado ni estaba limpio, pero a Julia no le importó, bajó la ventanilla y empezó a descubrir el lugar. Era todo tan distinto a su ciudad. Las casas bajas, todas iguales pegadas una a la otra, las paredes descascaradas, las puertas de madera opacas y despintadas por el sol. El coche hacía ruido y el chofer no miraba a los lados en las esquinas, cruzaba con la seguridad de que no había más autos en el mundo que el suyo. Julia se levantó los anteojos de sol y contó tres perros en cada calle, sucios, hambrientos y vagando entre los adoquines. En todas las cuadras había en las puertas de las casas gente sentada en sillas o reposeras conversando o mirando simplemente hacia el infinito. Mujeres grandes de cuerpo y de edad vestidas con batones floreados cebaban mate a sus viejos compañeros, flacuchentos y desdentados. Unos pocos niños jugaban en la vereda o andaban en bicicleta.

El calor estaba empezando a hacerla transpirar y su piel se pegaba al asiento. Por fin llegaron al hotel que se parecía tanto a esas casas viejas y descuidadas que había visto desde la ventana del auto. Diez pesos el viaje, mucho más barato que cualquier taxi en su ciudad.

Abrió la puerta de la habitación y con su mano izquierda todavía en la manija movió la derecha despacio, tanteando en la oscuridad hasta encontrar la perilla de la luz. Apretó y sin moverse echó un lento vistazo a la pieza. Era todo lo que a esta altura esperaba encontrar. Una cama desvencijada sobre una alfombra manchada, una silla vieja, un armario sin estantes, un ventilador de techo y un cuadrito con el dibujo de una playa en el 1800.

Julia no se desanimó. Después de todo no iba a pasar sus horas en el hotel, sino paseando y disfrutando de las distracciones que el lugar tenía para ofrecerle. Había ido a un pueblo del interior en busca de paz y no podía decirse que no había de encontrarla allí.

Decidió que lo mejor era salir a dar un paseo por los alrededores, pero no halló mucho más que lo que había visto en el trayecto de la estación de micros al hotel. Algunos perros solitarios la acompañaron en el camino. Se topó con una feria de artesanías baratas, una plaza y una iglesia maltratada por el paso del tiempo y la falta de cuidado.

Los días pasaron entre los mates a la orilla del río, los mosquitos, el calor agotador a la hora de la siesta, algunos libros y la soledad que Julia buscaba y que odió encontrar así, tan de prisa y tan desoladoramente triste.

El micro de regreso salía a la ocho de la noche. La entrada a Retiro llegó a las once y media y con ella la felicidad de estar de vuelta en Buenos Aires, con los empujones para subir al subte, las filas del supermercado, la locura, el ruido y las prisas. Subió al colectivo y recorrió la majestuosa ciudad que parece tan imponente y avasallante cuando se vuelve del interior. Julia sonrió y pensó que no había nada mejor que estar de vuelta en casa.

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